Terminando más conversaciones, de esas en las que hablamos de todo y de nada, Martha preguntó al entrar al baño del departamento:
–¿De quién es ésta cera?–
–Pues mía–, contestó mi hermano. –La uso para quitarme los pelos de la nariz.–
–Yo insisto en que deberías hacer como yo–, le dije. –Usar un método menos doloroso como la maquinita, de esa que funciona con pilas.–
–¡Cómo crees!–, contestó alarmado. –Con esas cosas salen los pelos más gruesos, largos y pican.–
Le pregunté si era doloroso utilizar cera a lo cual contestó que no. Decidí hacer la prueba y le pedí que la pusiera a calentar con tal de experimentar qué tan efectivo era su método quita-pelos de nariz. Al instante corrió por el aparato para calentar la cera y lo conectó. Después de veinte minutos dijo que estaba listo y metió un dedo en la cera caliente para después introducirlo en mi fosa nasal derecha. Al cabo de unos tres minutos de espera, jaló con fuerza y para mi mala fortuna no pasó otra cosa más que un dolor asqueroso y una plasta de cera tibia dentro de mi nariz a modo de pegamento bloqueando el aire y causando una terrible sensación de incomodidad.
Estuvimos una hora tratando de sacar cada pedazo de cera incrustada en la pared interna de mi nariz con unas pinzas.
Finalmente pude respirar un poco. Noté la diferencia entre las fosas y repuse: –Ah no, a mí no me dejas así. Ahora me chingo y me terminas el otro lado también.–
–Eso me pasa por comprar la cera en el mercado.–, dijo decepcionado. –La próxima vez la compro en Casa Barba.–
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