Llamémosle "Amalia". Una de las personas más tóxicas que he conocido en mi vida. Socialmente muy talentosa; de esas personas que pueden hacer hablar hasta las piedras. Entretenida, divertida, muy amigable. Pero con un lado oscuro, muy oscuro.
Nos volvimos amigos muy cercanos. Aunque muchas veces me hacía sentir que estábamos too close for comfort. Sobre todo porque Amalia moría por un novio y a pesar de que ella sabía que entre nosotros alguna relación de ese tipo sería imposible, me puso el traje encima y me armaba broncas y pleitos y se pronunciaba celosa de que yo tuviera otras amigas o que me juntara con alguien más. Se encabronaba si pasaban mas de veinticuatro horas y yo no le llamaba por teléfono. Ya alguna vez otra amiga me había advertido: "Ten cuidado con lo que le cuentas a Amalia porque es como tratar de confiarle un secreto a un megáfono." Pero de cualquier modo, a Amalia había que contarle todo o también se encabronaba.
Se quejaba de no tener trabajo y cuando conseguía uno, se quejaba de tener demasiado trabajo. Nada la hacía feliz. Todos los días eran una oportunidad para culpar al universo de todas sus desgracias, de lo injusta y amarga que era su vida cuando seguía viviendo en casa de su mamá, con todo y sus más de cuarenta años, sin tener que pagar renta ni servicios.
Pero uno de sus mayores problemas, era que en casa de su mamá también vivían su tío abuelo y su abuela. Ambos adultos mayores que requerían cuidados muy especiales. El tío abuelo padecía de demencia senil y la abuela al parecer también, aunque no tan avanzada como la de él. A él jamás le conocí, pero a su abuela sí y la recuerdo con su largo camisón blanco, caminando despacito, yendo a la cocina cada vez que tenía hambre.
Recuerdo cuando Amalia me invitó a pasar una Navidad con ella y su mamá. A la cena se nos unió también su abuela, quien dicho sea de paso, la cuidó, crió y procuró cuando era niña porque sus Padres siempre estuvieron ausentes (sobre todo el Papá). Pero el corazón se me hacía pedacitos, porque su abuela le decía: "Amalia, ¿me pasas un pan?" Y Amalia, que le había escuchado perfectamente, la ignoraba. La abuela insistía: "Pásame un pan, hija.", y Amalia continuaba ignorándola hasta que decidí tomar la canasta del pan y cuando intenté dárselo, Amalia me detuvo: "No. No se lo des." Insistí: "Pero tu abuelita quiere pan." Y Amalia déspota y molesta me contestó: "¡Ya sé, pero que hable más fuerte o no le paso nada!" Amalia, notando mi enojo, terminó aventándole el pan en la cara. Le trató horrible toda la noche. Yo solo sentía como se me subía la sangre a la cabeza. Terminando de cenar, Amalia le dijo: "Ya vete de aquí. Déjanos platicar en paz." Su abuela se levantó con cuidado hasta que, caminando despacito, desapareció en la oscuridad del pasillo. No tardé en irme a casa. Estaba tan enojado. A la mamá de Amalia parecía no importarle el maltrato. Oblivious. Del coraje hasta diarrea me dio. Empeoró cuando a dos horas de haberme ido, Amalia ya me estaba marcando por teléfono (como diario lo hacía) para platicar de todo y nada como si no nos hubiéramos visto en seis meses.
"Otra vez dormí una chingada." Amalia se quejaba de no poder dormir porque su tío abuelo tenía el ciclo del sueño al revés; dormía de día, se mantenía despierto en las noches, prendía la televisión y hablaba o balbuceaba solo. Eran parte de sus síntomas de demencia. Yo le decía que podía comprender que fuera complicado vivir con un familiar en esa situación, pero que debía ser paciente y seguir las instrucciones de su Médico. Siempre traté de apelar a su sentido de compasión. "¿Por qué no usas tapones para los oídos? Yo así le tuve que hacer cuando viví en España con mi amiga Karla porque su hermana roncaba como camión." "No, no puedo dormir."
Amalia me había contado que cuando los síntomas de demencia comenzaron a presentarse, el tío abuelo decidió entregarle su tarjeta bancaria con todos sus ahorros, temeroso de no poder tomar decisiones y valerse por sí mismo durante mucho tiempo mas. El tío abuelo le había dicho que la utilizara para pagar sus medicamentos y también por si algún día él llegara a tener alguna emergencia. Amalia recibió la tarjeta y le prometió así hacerlo. De cualquier manera, no solo había dinero en la cuenta bancaria del tío abuelo, sino que tanto él como su abuela, recibían una pensión mensual por parte del Gobierno.
En una ocasión, durante uno de los muchos meses en los que Amalia seguía sin encontrar trabajo, llegó muy contenta a mi casa y me presumió su nueva bolsa. Le había costado alrededor de tres mil pesos. Le pregunté cómo había logrado pagarla si supuestamente no tenía ni un peso. Sin reparo me contestó: "Con la tarjeta del tío." Yo contesté: "Amalia, ese dinero es para sus medicamentos, no para ti." "¡Ay, ya sé! Luego cuando encuentre trabajo y tenga dinero se lo repongo.", me dijo. Pero nunca lo hizo. El dinero acumulado en esa tarjeta fue disminuyendo poco a poco. La mayoría, en gastos personales de Amalia. Zapatos, maquillaje, ropa, entre otros.
El tío abuelo ya tenía un Doctor de cabecera, quien estaba al tanto de su cuidado y estado de salud. Pero Amalia y sus ganas de poder dormir la hicieron buscar a alguien más. No sé dónde o cómo fue que Amalia consiguió los datos de una Anestesióloga dedicada a los cuidados paliativos. Tampoco sé qué le habrá dicho Amalia a esta Doctora sobre su tío abuelo, pero me pidió en una ocasión que la acompañara a recoger unas recetas para los nuevos medicamentos que ahora le iban a suministrar. Íbamos ya de regreso cuando me puse a leer las recetas. Me di cuenta de que se trataba de sedantes, ansiolíticos y opioides controlados y muy potentes, pero me tranquilizó ver que las dosis prescritas eran muy pequeñas.
El tío abuelo comenzó a mejorar y cambiar su ciclo del sueño. Pero Amalia estaba furiosa porque, en su opinión, los medicamentos no le estaban haciendo el efecto completo y el tío abuelo a veces seguía despertándola con sus balbuceos. "En la receta dice que le tengo que dar un cuarto de pastilla pero me vale madres. Hoy en la noche se la voy a dar completa y si no funciona le voy a dar dos." Me opuse rotundamente. "No hagas eso Amalia. Tú no sabes si a su edad, con sus problemas de corazón y su metabolismo le pueda hacer daño." Pero ella no escuchaba argumentos ni razones y le fue aumentando la dosis a su tío abuelo. Ella quería dormir. Unas semanas después, me despertó un mensaje de Amalia en la mañana: "Hoy ya no despertó. Estamos esperando que se lleven el cuerpo para cremarlo." Yo no lo podía creer. Amalia lo había dormido como a un perro. Había cometido asesinato. "Mi mamá y yo nos estamos poniendo de acuerdo para que cuando la trabajadora social venga a visitarlo, le inventemos que se fue a desayunar con unos amigos o algo así porque si no, no vamos a poder seguir cobrando su pensión."
No pasó mucho tiempo para que yo dejara de hablarle. La bloqueé de mi teléfono y de todas mis redes sociales. Pero no dejaba de pensar en su abuela. Ella también estaba mostrando síntomas de demencia y me preocupaba que le sucediera lo mismo a manos de Amalia. Pasó por mi cabeza ir a la policía, pero con pura evidencia circunstancial y en este País, ¿qué iba a lograr yo? Cremaron el cuerpo del tío abuelo de inmediato y suponer un paro respiratorio a esa edad sería bastante plausible.
El año pasado me encontré con un amigo que teníamos Amalia y yo en común. En un momento de la conversación, me la mencionó. Él estaba enterado de que ella y yo ya no nos hablábamos sobre todo porque ella, siendo el megáfono que ya me habían advertido que era, se encargó de gritarle al mundo entero lo bastardo e hijo de puta que fui por haberla bloqueado de todo. Yo no quería hablar de ella, pero mi amigo continuó. "En el 2020 le fue fatal. Como muchos, se quedó sin chamba y no tenía ni un peso. Me tuvo que pedir prestado varias veces. Pero lo más feo fue lo de su abuelita." Alertado por la noticia, le pregunté: "¿Qué le pasó? ¿CoVID?" "No.", me contestó, "Amalia me dijo que simplemente un día ya no despertó."